Desde sus origines el fútbol ha vivido el permanente de debate de primar la ofensiva sobre la defensa o viceversa. Tal ha sido la discrepancia ente modelos a seguir, sistemas de juego, jugadores seleccionados, que la opción por una u otra alternativa se ha tomado casi como una filosofía de vida. Pero conviene centrarse en los orígenes del arte de defender y cómo se configuró como un “derecho del débil” a plantarle cara a los poderosos y la forma en que fue adoptada por Italia como casi una seña de identidad que modificó su esencia inicial
Cuando el fútbol consolidó su profesionalización, la figura del entrenador fue adquiriendo cada vez más importancia. En los años 20 del siglo pasado ya se habían creado algunos campeonatos de Liga, de tal forma que era necesario dotar a los equipos de una estructura de funcionamiento más sólida ante el aumento del número de partidos a disputar. La mayoría de los equipos, especialmente ingleses, solían aplicar un modelo 1-2-3-5. Esto es, dos defensas, tres centrocampistas y cinco delanteros. Con esa forma de disposición sobre el terreno de juego, lo que se buscaba eran los desplazamientos largos hacia las puntas y que hubiese un número suficiente de delanteros que aprovechasen los numerosos rechaces que provocaban envíos que no solían ser muy precisos. De esta forma las ventajas corrían a cargo de los equipos con mayor fortaleza física que eran capaces de ganar los duelos individuales.
Algunos teóricos defendieron que el arte de defender trasalpino conectaba con una cualidad intrínseca del italiano, su maquiavelismo, que le llevaba a obtener una satisfacción superior en la destrucción del contrario que en la creación.
En la Suiza de los años 30 estaba instalado un entrador austriaco, Karl Rappan que pronto entendió que en un país sin mucho arraigo futbolístico como el que trabajaba (entrenaba al modesto Servette) el nivel de los jugadores no podía ser competitivo. Rappan fue pionero en dotar a la defensa de más efectivos y de desarrollar una figura clave en el devenir de la historia futbolística, el hombre libre, que se unía a una defensa de tres miembros, pero con una peculiaridad muy destacable: no tenía un oponente asignado en concreto para su marcaje en un periodo en el que cada jugador tenia un par asignado al que debía marcar. Al retrasar un hombre del medio campo a la defensa Rappan obligó a centrar su posición a los extremos para parapetar más al equipo. Con esta fórmula novedosa el Servette ganaría dos Ligas en los cuatro años de permanencia del austriaco al frente del equipo y propulsó al técnico a la selección de Suiza que acudió al Mundial de Francia en 1938 como la absoluta cenicienta de un torneo en el que convirtió en la gran revelación del mismo al eliminar a la poderosa selección alemana (4-2) y solo ceder en cuartos de final ante Hungría (0-2), futura finalista ante Italia. Quedaba claro que, en futbol de alta competición, interrumpido de golpe por la II Guerra Mundial, la defensa era el único argumento de los equipos de menos recursos.
En la Italia de post guerra mundial se iba a generar la consolidación un modelo de juego que fue elevado a la categoría de filosofía deportiva y hasta patrimonio nacional. Sería otro entrenador, Nereo Rocco, quien tomaría nota de las enseñanzas de Rappan y las aplicaría al modesto Trieste, su ciudad natal, para mantenerlo durante tres años en los primeros puestos de la Liga con un ideario muy claro: defensa cerrada, desprecio por la posesión de la pelota y aprovechamiento de espacios para lanzar contragolpes. Paralelamente, el editor jefe de deportes de La Gazzeta dello Sport, Gianini Brera, definió el ese sistema de forma lapidaria “Il Catenaccio” . Pero la actuación de Brera fue mucho más allá; no solo puso nombre italiano al sistema, al mismo tiempo se dedicó a defenderlo como el camino que el país trasalpino debía de seguir en el futuro. La tesis de Brera trascendía de la defensa de una táctica de juego, se sostenía en una necesidad intrínseca para una realidad social de una nación devastada por la guerra en la que el hambre y la desnutrición eran parte de un paisaje reflejado con crudeza en las joyas del cine Neorrealista de la época. El jugador italiano era débil físicamente, bajito y solo podía ser competitivo si se especializaba en ser un marcador pegajoso y un delantero rápido y habilidoso. No solo eso: con el tiempo algunos teóricos defendieron que el arte de defender trasalpino conectaba con una cualidad intrínseca del italiano, su maquiavelismo, que le llevaba a obtener una satisfacción superior en la destrucción del contrario que en la creación. Otros señalan el fatal accidente aéreo del gran Torino en 1949 como el punto de inflexión: con la trágica muerte de todos los integrantes de aquel mágico equipo orientado según las crónicas al toque y la ofensiva, se murió también la creatividad que iba a crear una escuela en el país.
Los éxitos de Inter y Milán marcaron decisivamente al futbol trasalpino durante muchas décadas. De una forma u otra todos los equipos italianos se vieron influenciados por esa escuela en la que la atención defensiva era un principio básico de actuación.
Sea como fuere, a comienzos de los 60 Nereo Rocco fue reclamando por uno de los grandes del Norte; el Milán, que puso a su disposición una plantilla lujosa para la aplicación de sus exitosas tácticas: Cesare Maldini, Giovani Trappatoni, Giani Rivera o el brasileño Altafini. Con ese equipo legendario ganó dos Scudettos y dos Copas de Europa. Casi de forma paralela, en la misma ciudad, el Presidente del Internacionale, Moratti, contrataba al entrenador más polémico de Europa, el argentino Helenio Herrera, para rodearle de unos mimbres no menos potentes: Luis Suarez, Mazzola, Corso, Joaquín Peiró o Facchetti. Herrera llevó aún más allá el imperio de la defensa y del contragolpe como fundamento de una escuadra que recibía criticas de todos los lados por su supuesta racanería en el juego pero que acumulaba campeonatos sin cesar: tres Ligas y dos Copas de Europa en la misma década. Los dos equipos de Milán, por lo tanto, asaltaban el reinado de la Juventus, el símbolo de la FIAT y la familia Agnelli y extendían su dominio a Europa siguiendo unos patrones más o menos comunes de juego. Pero si el Catenaccio en sus orígenes se había configurado como un derecho del débil frente al poderoso, en esta ocasión se trataban de equipos millonarios que podían pescar a los mejores jugadores italianos y extranjeros de muchos quilates, con poderosos magnates tras de ellos. Para muchos esa circunstancia deslegitimaba a quien ejercía ese modelo mezquino cuando podía optar por otro estilo de juego más acorde a la calidad de la que disponían. En realidad, la llegada del Ajax y la revolución del “futbol total” holandés en la década de los 70 hizo que el Catenaccio fuera visto con mucha desconfianza.
Lo cierto es que los éxitos de Inter y Milán marcaron decisivamente al futbol trasalpino durante muchas décadas. De una forma u otra todos los equipos italianos se vieron influenciados por esa escuela en la que la atención defensiva era un principio básico de actuación, y la propia selección se vio absorbida por la misma. Aunque la Italia campeona del Mundo en España 82, no era propiamente un equipo ultradefensivo (con seis Juventinos en el once inicial, cuando el equipo turinés es el que menos siguió la tradición del cerrojo), su legendaria victoria sobre el Brasil de Zico y Sócrates (3-2) fue un ejemplo palmario de aprovechamiento de los huecos y despistes defensivos ante un rival superior al que se pudo controlar defensivamente y que no supo replegarse. Fue a finales de la década de los 80 cuando otro equipo puso en tela de juicio esa tradición: el Milán configurado por el talonario de Silvio Berlusconi y el genio táctico desde la banda de Arrigo Sacchi. En esta ocasión el club lombardo inicio un periodo histórico, pero desde premisas distintas a su primera época dorada; la defensa seguía siendo esencial pero no desde el repliegue y lo férreos marcajes, sino desde la zona, la presión sobre el contrario y las líneas adelantadas para recuperar el balón pronto y lanzar la ofensiva.
Este desprestigio del viejo cerrojo en los círculos más académicos se acrecentó cuando el fenómeno mediático del futbol se extendió por todo el mundo y como producto de consumo se trató de vender a toda costa como un “espectáculo” señalando como enemigo a batir a los entrenadores que se apoyaban en la defensa como fundamento de los éxitos. En la actualidad, la opción por sistemas de juego que priman sobre todo la posesión de la pelota, incluso como mecanismo defensivo, ha terminado siendo el sistema imperante con todos los matices que se quieran, sobre todo desde la eclosión del fabuloso Barça de 2008-2015 y la selección española tricampeona de Europa y del Mundo de 2008 a 2012. Pero algunos retazos del viejo Catennacio, han asomado con cierta frecuencia; la Grecia de la Eurocopa 2004, el Oporto o Inter de Milán de Mourinho, el Chelsea de la Champions de 2012 o el Atlético de Madrid de Simeone consiguieron grandes triunfos con un bloque granítico defensivo, escasa posesión de la pelota, gran aprovechamiento de espacios y jugadas de estrategia. En todos estos casos se trataban de equipos que luchaban contra rivales de indiscutible superioridad técnica sobre ellos, pero a los que fueron capaces de maniatar y golpear. En definitiva, una vuelta a los orígenes de esta forma de entender el juego; la única arma del menos poderoso.