“Gracias a la pelota”. Ése era el epitafio que Maradona quería para sí. Humilde, certero, absoluto. La muerte del mejor futbolista de todos los tiempos no es, ni mucho menos, el inicio del mito. Desde el Mundial de 1986 convivían, más que nunca, dos caras irreconciliables. El día y la noche. La ejemplaridad y el exceso. La zurda, capaz de lo mejor, y la diestra, su lado más oscuro. Un jugador total que decidió transitar, como diría Lou Reed, por el lado más difícil de la vida. Díscolo, heterodoxo, único. Maradona se hizo pueblo y nación con sus dos goles a Inglaterra en 1986. Era un mago que convertía en excelso el pase vulgar. Un gol era suficiente para sanar una cicatriz de guerra como fueron las Malvinas.

Su marcha es la irremediable y dolorosa partida de alguien que es patrimonio del fútbol. A todos nos pertenece de algún modo. A los niños que hace décadas dábamos patadas a un balón en mitad de un lodazal soñando ser como él. Puro acto de belleza. Hombre de familia, de barrio, de calle. Nunca olvidó de dónde venía, pero siempre fue consciente de cómo terminó haciendo parte de un negocio con intereses creados de los que, inexorablemente, él hacía parte. También como víctima de sí mismo, y de muchos otros.

Maradona se hizo pueblo y nación con sus dos goles a Inglaterra en 1986. Era un mago que convertía en excelso el pase vulgar.

Quiso dejar el fútbol por un tiempo en 1981, mientras jugaba en Boca. Tampoco fue mejor durante su breve y polémico paso por el F.C. Barcelona. Irreverente, díscolo, genio autodestructivo era una suerte de dios fatal, el cual sólo cuando quería, o cuando podía, le bastaba un gesto para imponer su sobriedad. Sin embargo, por todo lo anterior, su transformación en héroe trágico de la patria argentina, en realidad, le confería una sempiterna exculpación. A Maradona se le perdonaba todo. No podía ser de otra manera.

Loa años noventa terminarían siendo un corolario no deseado de drogas, escándalos y acusaciones que, aun con todo, dejaron consigo exhibiciones memorables, también en el Sevilla C.F o en el Mundial del 94. Algo venía a contrastar una máxima que acompañó siempre a Maradona: un dios profano en continua contradicción entre la genialidad ubicua y el flagelo constante. Una suerte de acto de doblepensar orwelliano convertido en futbolista.

En definitiva, Maradona es la perfecta evocación de lo bonito del futbol. Una pulsión irreflexiva que reacciona casi de forma instintiva ante un acto de belleza. Un penalti. Una falta. Una jugada en la banda. Una creación artística que se explica por sí misma. Sin más. Por eso, su muerte hará parte del dolor de los hombres y mujeres ilustres que copan el imaginario colectivo argentino, en donde están, entre otros, dos de sus referentes: Juan Domingo Perón y María Eva Duarte. Sin embargo, Maradona es un “regalo de la pelota”. Nos hizo tan felices como desdichados, si bien sólo nos queda darle las gracias por tanto. No podría ser de otra manera. Que la tierra te sea leve, pibe.

Este Artículo ha sido elaborado por nuestro colaborador: Jerónimo Rios Sierra, Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid .

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