Una vieja pared en el antiguo centro habla sobre el goce que puede traernos disfrutar del silencio. De frente al infinito que puede ser el mar, en pleno oleaje invernal, con un vaivén de olas que dan el único sonido que necesito en este momento. Recorro la costa, bajo hacia la playa, las suelas no quedan del todo firmes tras de mí. Un pequeño perro hace guardia contemplando lo que va y viene con el agua, no despeja ni un solo segundo su vista vigía de su maestro y mejor amigo que se baña en una fría mañana de fin de diciembre en la “Concha” San Sebastiana. No hay mayor muestra de cariño y fidelidad para mí. Siguiendo mi camino, el pequeño peludo se termina convirtiendo en un visible punto blanco hasta que lo pierdo de vista, jamás abandonará su posición porque sabe esperar. El único que habla es el mar mismo.

En uno de los puntos más altos de la ciudad, tomo asiento en un banco para contemplar la vista que esta vida y este día me ofrece. Renace el anhelo por seguir descubriendo. En algún momento había perdido ya todo sentido, simplemente caminar siguiendo la ruta marcada por el GPS, tachando sitios del mapa como quien tacha la lista de compras un día cualquiera en el supermercado. Tomo aire fresco, pocas son las gotas que caen sobre la ciudad, con una gentileza sumamente agradable. No hay forma de poder retratar lo que mis ojos ven, no habrá manera de poder revivir este recuerdo que con la memoria de quien redescubre la belleza en lo simple que pueden llegar a ser las cosas.

Sitios y situaciones que resultan inolvidables. Durante mis días de visita recibo hospedaje en casa de una pareja de señores que la tercera edad se ve marcada por arrugas únicamente. Mi descripción sobre la forma y el cariño en cómo se miran no hace justicia; él le acomoda su bufanda y ella el gorro blanquiazul que cubre el poco pelo blanco que queda en su cabeza; andando de la mano por la calle con esa actitud de jóvenes enamorados, disfrutando del espacio-tiempo, riendo como si se tratase de aquella primera vez en que se conocieron. En casa el platillo que ella le prepara expide una fragancia cálida, un abrazo y un beso para todos los sentidos. El momento que compartimos los tres en la mesa se interrumpe abruptamente, el tocadiscos hace sonar su canción, todo se detiene, la pequeña sala se convierte en pista para dos personas, ella recarga su cabeza sobre su pecho, él la guarda entre sus brazos como si resguardase el tesoro más preciado que le haya dado la vida. Con los ojos bien cerrados. No hay canción que dure para siempre. Seguirán el uno con el otro, juntos, bailando al compás que marque el corazón. En esta vida y en las próximas. Amor verdadero.

San Sebastián antes y después.

Anoeta guarda un perfil discreto. A los alrededores una taberna cerrada guarda como hito que merece ser conservado una representación de lo que fue antes aquella cancha más abierta y con una pista de atletismo que separaba a quienes defendían los colores por profesión de quienes lo hacen (aún hoy en día) por decisión propria. La maraña azul, producto de una reciente renovación, no termina de ocultar del todo lo que alguna vez fueron tan solo un par de estructuras grises que vivieron momentos históricos en la vida del club. No hay puertas con apellidos que les den nombre. Tan solo un pequeño busto en la entrada. Hablamos de una institución selecta que sabe lo que es levantar títulos locales (Liga y Copa) en los últimos años, o más bien décadas. Tan solo un par de stickers en alguno de los accesos, sellos de pasaporte extranjeros que dejan trazo del panorama continental al cual el equipo se ha venido acostumbrando en los últimos tiempos. Un club por herencia. Para toda la vida.

Es difícil entender a la gente. Uno cree saberlo todo. Observar, identificar, interpretar y accionar. Como quien repasa una y otra vez en su cabeza el parado táctico del rival, encuentras coherencia, sentido y la victoria resulta algo asequible. Ocurre que no hay más que una sola certitud en esta vida (el fin), con respecto al resto, resulta sumamente incomprensible, ¿qué fue lo que carajos pasó?, ¿que salió mal?, ¿cuál fue el error en todo esto?, simplemente las cosas ocurren. Es terrible regresar a casa con la sensación de haber sido remontado en el tiempo de descuento, como quien cae en la trampa del 2-0. Vaya fracaso, es incomprensible, ¿qué fue lo que salió mal?, vendrá un nuevo amanecer y con ello una oportunidad más.

Regreso a casa pensando, queriendo encontrar un orden, un sentido y algo de validez a todo lo que siento. Este texto debería de tratar sobre futbol. Hablé un poco de la cancha de la Real Sociedad, no fue más que un simple pretexto. El futbol será siempre el pretexto perfecto para muchas de las cosas. Todo lo anteriormente escrito no son más que pequeñas conclusiones. Pienso en algo más.

No sé a dónde me lleve todo esto, uno debe simplemente aceptarlo y seguir avanzando, sin embargo, quedan las ideas y los pensamientos por encima. Que el tiempo siga su avance y la vida fluya al destino marcado por quien dirija todo esto. Me voy quizá con una sensación tibia (con enormes dudas). Siempre habrá un instante para una jugada más. Me despido sin saber lo que realmente acaba de pasar, sin saber que saldrá de todo esto. Seguiré andando. Con un corazón cálido, con un abrazo que no caduque hasta el próximo. No hay espacio para fotos, observo y me llevo el recuerdo de regreso.

Después de varios días vuelvo a conectarme a mis audífonos. Liam Gallagher predica la palabra como párroco frente a una ferviente feligresía un día de 1996 en Knebworth. “Cualquier cosa que hagas, cualquier cosa que digas, si, sé que está bien”. Por algo sigue siendo el puto rey.

San Sebastián antes y después.

Whatever.

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