Como todos los años por el día de su cumpleaños, Sergey se levantaba esperando ver el paquete que su abuela le había enviado desde Madrid. La abuela Lessia, como buena ucraniana, era una mujer dura, que un día, harta de los excesos alcohólicos de su marido decidió poner tierra de por medio. En su ciudad natal de Kiev dejaba dos hijas que, debido al panorama doméstico, habían decidido abandonar el nido pronto y formar su propia familia. Fruto de una de aquellas hijas había nacido Sergey hace justo dieciocho años. La distancia no consiguió que Lessia olvidara su Ucrania natal. Las llamadas habituales, los envíos de regalos en fechas señaladas y por qué no decirlo, algún sorbito de vodka, ayudaron a superar las dificultades emocionales de vivir a más de tres mil kilómetros de distancia de su familia.

Aquel año, como todos los anteriores desde hace ocho, el regalo de cumpleaños de su nieto mayor tenía la misma temática. Y es que hace ocho años, Lessia, ante el desconocimiento de las cosas que les gustaban a los niños de diez años, decidió preguntarle a la señora Vicenta, abuela de cuatro nietos varones y a la que cuidaba desde que llegó a Madrid, qué cosa podría regalarle a su añorado nieto mayor. La señora no lo dudó. – Lessia, no le des más vueltas, algo del Real Madrid- y desde entonces, como tradición, quince días antes del cumpleaños de su nieto hacía peregrinación hacia la tienda oficial del Real Madrid de la Gran Vía madrileña, para comprar el mejor de los regalos para su nieto.

Y así, hace ocho años, Sergey recibió uno de los mejores regalos de cumpleaños que recuerda. Habituado a los libros infantiles en español que le ayudarían a aprender algunas palabras en castellano y a los juguetes educativos que la abuela Lessia siempre trataba de enviarle, aquel año le sorprendió con una camiseta verde con el escudo del Real Madrid.  Con el número “1” a la espalda y el nombre de Casillas. Aquel regalo fue algo más que una camiseta. Fue el inicio de un amor a un deporte y a un club. El tablero de su escritorio se llenó de fotos de jugadores del Real Madrid. Cristiano Rinaldo, Modric, Bale, Di Maria, Keylor Navas… y coronándolos a todos, un lema madridista, convertido en principio vital y traducido al ucraniano: «Hasta el final, Vamos Real». De hecho, uno de los momentos más felices de su vida fue el día que su padre le acompañó a recibir al autobús del Real Madrid cuando vino a Kiev para jugar la final de la Champions de 2018. Recuerda nítidamente como muchos de los jugadores le saludaron, o al menos eso sigue pensando, incluso percibió un guiño de complicidad Gareth Bale. Que interpretó como una premonición de lo decisivo que iba a ser aquel día.

Iker Casillas en la final frente al Bayer Leverkusen

Aquella afición al fútbol incluso le hizo replantearse su vocación de ingeniero energético a favor de la de guardameta. Finalmente, con los años, fue consciente de que su talento sólo le daba para jugar en el equipo de su barrio, pero eso sí, se ganó a pulso el apodo de Iker por parte de sus amigos. Debido en gran medida a sus felinas actuaciones bajo palos y por llevar a todas horas su camiseta verde. Así pues, su sueño siguió siendo el ser ingeniero energético, para algún día ayudar a resolver todos estos problemas que la energía y particularmente los combustibles causaban a su país desde hace años, en forma de inestabilidad y amenazas constantes por parte del país vecino.

Así es, sería un gran ingeniero que trabajaría para una gran compañía. Viajaría mucho a través de toda Europa y aprovecharía la ocasión para ver a su Real Madrid en los más míticos estadios de Europa donde coincidieran. Además, siendo un tipo importante, tal vez algún día llegaría a tener el valor suficiente para hablar por fin con aquella chica morena de ojos azules que veía desde la ventana de su habitación y con la que solía coincidir en el autobús camino del colegio, para la que, hasta entonces, había resultado transparente.

Aquel año la abuela había sido especialmente generosa, y le había regalado un abrigo de los que usan los jugadores cuando están en el banquillo. Un abrigo que por desgracia había visto llevar en más ocasiones de lo que le gustaría a su nuevo ídolo. El portero Lunin, con el que compartía nacionalidad y sueños infantiles de jugar en el mejor club del mundo, con la diferencia de que este último lo había logrado, aunque con menos oportunidades de las que seguro merecía.

Hacía frío aquel 28 de febrero en Ucrania. La ocasión era inmejorable para estrenar el regalo. Le encantaría poder llevarlo al colegio y presumir de él con sus amigos. Pero hacia días que el ambiente no era normal en su casa. Tampoco en la de sus vecinos. A pesar de que su madre, con un típico instinto de protección, tal vez sobreprotección, había tratado de evitar que sus hijos vieran la televisión. Sergey, desde el móvil había visto algo que por momentos le cortó la respiración mientras desayunaba. Buscando información sobre su admirado Lunin había leído que aquella jornada no estaría convocado porque, dada la situación de guerra que había en Ucrania, se veía incapacitado para jugar y las horas que debería dedicarle a estar concentrado con el equipo, las utilizaría para a recolectar ropa, comida y material sanitario para enviarlas a Ucrania, que estaba sufriendo la invasión rusa. La palabra guerra retumbaba en su cabeza, notó por primera vez la sensación de falta de aire y justo en el momento en el que iba a preguntar a sus padres sobre lo que estaba leyendo, su padre entró en la cocina, con los ojos vidriosos, diciendo. No podemos aguantar más, debemos irnos. ¡Ya!

Lunin apoyando al pueblo Ucraniano

Las órdenes de sus padres fueron claras, tenía una hora para llenar una pequeña bolsa de deporte con ropa y los objetos de primera necesidad que él considerase. El objetivo era salir de Ucrania y poner rumbo a Madrid. La abuela Lessia había movido sus hilos para que el hogar de la señora Vicenta fuera el suyo durante los meses que durara la guerra. Una vez más, sus padres intentaron quitarle hierro al asunto. Hablaban del traslado a Madrid como unas pequeñas vacaciones, donde además podría visitar el Bernabéu, más que como una huida para evitar poner en riesgo sus vidas.

La salida fue a la hora prevista. En menos de treinta minutos Sergey estaba listo. Esperó a que sus padres hicieran lo mismo y ayudó a su hermana pequeña a hacer su equipaje. Las maletas debían ser pequeñas porque tenían que dejar hueco para dos grandes garrafas de gasolina que el padre cogió del taller en el que trabajaba.

No había marcha atrás. Era el momento de partir. El viaje sería largo y peligroso. Pero era inevitable. Antes del mediodía salieron de Kiev rumbo a Leópolis, a pocos kilómetros de la frontera con Polonia. El trayecto se hizo largo. Las cabinas y los puntos de control militar eran más de los que desearían. A pesar de llevar la calefacción puesta, los cristales se empañaban con una densa capa de vaho que terminaba condensándose en gotas. Síntoma de que el pulso y la respiración de los pasajeros iban más acelerados que de costumbre.

Rastros de la destrucción en Ucrania

Fueron quince horas de trayecto para hacer los más de quinientos kilómetros que les separaba de un lugar seguro. Durante el trayecto, a pesar de que la madre puso desde su móvil las habituales canciones infantiles de su hermana, el panorama era cada vez más desolador. La realidad de la guerra le golpeó de lleno. No sólo por el rastro de destrucción que dejaban las bombas y los proyectiles de los tanques en los edificios, convertidos algunos en simples esqueletos de hormigón o moles negras por efecto de las llamas. Desgraciadamente vio cómo el fuego de mortero del enemigo ruso llegaba también a la gente. Eso le aterraba. Su mirada se clavó en unas sábanas y mantas que tapaban unos cadáveres de lo que aparentaba ser una familia de una madre con sus hijos. Tirados en el suelo, inertes. Aunque quizá lo que más le impactó no fue aquella visión de los cuerpos. Lo más llamativo para él fueron aquellas maletas tiradas al lado. Unas maletas que habían sido sostenidas por sus dueños hasta el momento de su muerte. Maletas nuevas, modernas, compradas seguramente para hacer un viaje anhelado por todos. Quizá un premio a su hijo por haber terminado los estudios o tal vez un simple fin de semana en la costa del Mar Negro. Pero la realidad es que finalmente habían servido para meter las pocas pertenencias más imprescindibles después de toda una vida y terminar huyendo de su propia casa. Sin ni siquiera llegar a su destino. Empezó a preguntarse sobre qué llevarían. Tal vez un libro para descansar de todo esto una vez alcanzado el destino. Quizá alguna foto de tiempos mejores no tan lejanos. A lo mejor, él lo había hecho, llevarían alguna camiseta de su equipo favorito a modo de amuleto, quién sabe. Todo aquello le hacía sentir tristeza y tenía ganas de llorar. Pero no lo hizo, se negaba a que su hermana pensara que estaba asustado.

El viaje continuó sin dejar de sentir explosiones constantes que le provocaban ligeros temblores que le subían desde el estómago hasta la garganta. Finalmente llegaron a la frontera en Leopolis. Era un reguero constante de gente que circulaba en una misma dirección. Hacía frío, pero al menos en ese momento no nevaba. La familia se dirigió a uno de los controles en los que hombres y mujeres vestidos de militar hacían un registro de las salidas. El siguiente paso era una especie de estación de servicio en suelo polaco en la que uno ya podía sentirse a salvo definitivamente. Su madre buscó a un contacto que su prima Yuliya le había facilitado. Estuvo hablando unos minutos con él y tras la conversación y la entrega de una botella del vodka que guardaban en casa para las grandes ocasiones, finalmente asintió. Su madre se apresuró a hacerles el gesto con la mano para que se acercaran. Sergey se aproximó acompañado de su padre. Llevaba de la mano a su hermana al mismo tiempo que leía un cartel en el que el Ministerio de Defensa prohibía la salida a todos los ucranianos varones mayores de 18 años.

Refugiados intentan salir de Ucrania

Al llegar a la altura de su madre, ésta le explicó que, aunque él los acaba de cumplir, había hecho las gestiones para que pudiera abandonar el país. Entonces llegó el momento, tan esperado como trágico, de pasar el control fronterizo y dejar a su padre en suelo ucraniano. La madre presentó los pasaportes. Mientras ella indicaba al hombre que lo sellaba que su intención era llegar a España, en ese momento notó que Sergey soltaba la mano de su hermana y daba un paso atrás. Empezó a negar con la cabeza. Se dio cuenta en ese momento de que él no quería huir. Él no era un cobarde. Tal vez por la educación que había recibido de sus padres o porque lo había visto tantas veces a su querido Real Madrid. Él no quería rendirse. Debía luchar por lo que amaba, nunca darse por vencido. Se negaba a aceptar que su hermana viviera el resto de su vida de prestado en un país que no era el suyo. Se negaba a ser una familia de refugiados. Quería ser ingeniero energético licenciado por una universidad ucraniana. Quería trabajar en su país para hacerlo grande. Y quería poder decirle algún día a aquella chica morena de ojos azules que le apetecía acompañarla en su trayecto al autobús y por qué no, salir un día a tomar algo. Y para ello lucharía. Todo lo que hiciera falta. Acto seguido, siguió retrocediendo hasta agarrar el brazo de su padre, apenas un par de metros más atrás. La madre se dio cuenta de las intenciones y no pudo controlar un súbito ataque de pánico. Pidió al padre que le convenciera. Él lo intentó, pero fue imposible, aunque no pudo evitar notar en su interior un contradictorio sentimiento de orgullo paterno.

En ese momento el funcionario que sellaba los pasaportes le dijo que si decidía quedarse lo tendría que hacer “hasta el final”. El asintió, mientras tanto, su madre se derrumbaba en un llanto silencioso. Sergey miraba a su hermana, ajena a todo y ocupada en una caja llena de juguetes que ofrecían a los niños que salían del país. Ahora él también podía llorar, pero para darse fuerzas, se repetía interiormente una y otra vez, inspirado por la frase de aquel hombre y que coronaba su escritorio: ¡hasta el final… vamos Real!

Empezaba en ese momento su «partido». Jugaban en inferioridad clara, pero una cosa era segura, lucharía hasta dejar en Ucrania su último aliento. Así es como él había aprendido que se ganaban las finales. Ojalá aquella acabara pronto…

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