Hace décadas el fútbol se jugaba en campos de tierra. Los que crecieron chutando el balón en esos campos difícilmente lo han olvidado. A continuación, un sentido homenaje futbolero a ese fútbol que hoy parece tan lejano.
El fútbol ha estado presente en mi vida desde que era pequeño. Como cualquier niño criado en los ochenta, la calle y una pelota eran suficiente para armar un partido de fútbol. No necesitaba ni si quiera compañeros para jugarlo. Podía incluso disfrutarlo solo. Soñando e imaginando jugadas que solo tenían sentido aparente en mi cabeza. Era increíble como un esférico de cuero podía hacerte tan feliz.
Para los chicos de mi generación el tiempo pasaba dando patadas a un balón en la calle. Sin embargo, llegaba un momento que la vida te guía a otras latitudes futbolísticas. Sin darnos cuenta abandonábamos la dureza del asfalto para jugar en campos de tierra. Un paso importante en la evolución futbolera. Todo muchacho de mi generación vivía con serena naturalidad esta evolución.
En nuestra infancia los campos de tierra era un adorno frecuente en la decoración de nuestros pueblos, ciudades y barrios. Llanuras de polvo que se convertían en el escenario perfecto para los sueños de millones de niños.
En nuestra infancia los campos de tierra era un adorno frecuente en la decoración de nuestros pueblos, ciudades y barrios.
Había todo tipo de campos de tierra, sin embargo, todos ellos desprendían un aroma similar. Un hedor fuerte a arena húmeda que excitaba y motivaba para afrontar el reto que estaba por llegar. Aquellos campos desprendían una luz amarillenta que iluminaba un horizonte embaucador.
Las canchas de tierra eran un capricho apasionante. Misteriosamente en ninguna el tapete era sólido. Siempre había un agujero que daba emoción a aquellas gloriosas pachangas de fútbol. Las líneas que delimitaban aquellos mágicos terrenos de juego eran pequeñas obras cubistas que difícilmente cumplían la teoría de la línea recta. Manchas blancas de cal que encuadraban un páramo en el que se podía chutar rudas pelotas. Nunca eran perfectas, pero acaso algo lo es en esta vida.
Las porterías que estoicamente custodiaban aquellos templos del fútbol eran garrotes nocivos pintados de óxido. Tersas, inmóviles y recias eran la meta de millones de esfuerzos. Fatigas intensas que pocas veces tenían recompensa. No era recomendable golpearse con aquellas dañinas estacas de hierro.
Los peligros eran muchos en los entrañables campos de tierra. Una entrada, un resbalón o una simple caída marcaban la piel con dichosos rasguños pintados de sangre. La gruesa tela del pantalón se adosaba a una herida que torturaba siempre días después de acabar el partido. Mientras se jugaba al fútbol no había tiempo para los suplicios.
Sin embargo, posiblemente el mayor temor que había en aquellos abrevaderos de fútbol era el balón con el que se jugaba. Pelotas plomizas capaces de tatuarte el pellejo una tarde lluviosa de invierno. Aquel cuero golpeándote la fría y gélida piel es un recuerdo imborrable para una generación de futboleros.
Si ya de por si los campos de tierra eran apasionantes, cuando llovía, todo se volvía fascinante. La tierra ya no era polvo sino una masa que iba carcomiéndose todo lo que había a su alrededor. Las negras botas de tacos, se convertían en una amalgama de barro que salpicaban medias, pantalones, camisetas incluso llegaban a pintarte la cara.
Si ya de por si los campos de tierra eran apasionantes, cuando llovía, todo se volvía fascinante. La tierra ya no era polvo sino una masa que iba carcomiéndose todo lo que había a su alrededor.
Correr en aquellos barros detrás de un balón era un ejercicio interminable, solo apto para infatigables. Valientes utópicos que con tenacidad pateaban un balón que apenas se movía. Un charco, la arena mojada, el equilibrio en cuestión, hacia casi imposible impulsar aquellos duros y mojados esféricos de cuero.
Hoy en día, son pocos los campos de tierra que siguen existiendo. Los que hay, son vistos como monumentos añejos de un fútbol que ya pertenece a los recuerdos del pasado. Pero para muchos de nosotros esos campos son parte de nuestra infancia. Recuerdos de ensueño disfrutando del fútbol. No lo cambio por nada. Me quedo con esa tierra, con aquellas porterías, con los balones de plomo. Pero sobre todo jamás olvidaré ese fútbol jugado en el barro.