Justo cuando se conmemoran los 50 años de la muerte de Francisco Franco y su régimen, conviene echar la vista atrás y ver cómo era el deporte rey en esa ya lejana fecha. España estaba a punto de cambiar, y a ello no fue ajeno el deporte rey.

 El 20 de noviembre de 1975 un futuro más que incierto se cernía sobre España. Desaparecía el hombre que la había manejado con mano de hierro durante casi cuatro décadas. Era un país muy diferente al que hemos conocido las generaciones posteriores que no experimentamos otra realidad que el sistema democrático y la inclusión de España como país europeo y desarrollado, de la misma forma que sus vecinos más cercanos. Entonces los sentimientos de la población posiblemente oscilaban entre la ilusión o la incertidumbre, cuando no el miedo a qué podían deparar los próximos años.

Si el franquismo había significado una etapa oscura en tantas cosas, no estaba el fútbol precisamente entre lo peor tratado de ese periodo. Como en no pocos países tras la postguerra mundial , se había convertido en el pasatiempo nacional por excelencia, quizá desplazando poco a poco a los toros, no menos populares a lo largo del régimen. España, país atrasado en tantos aspectos, se había erigido como una potencia europea en lo que al fútbol se refiere. A finales de los 50 algunas de las grades estrellas mundiales jugaban en el país: Di Stefano, Puskas, Kubala, Czibor, o Vavá. Los equipos españoles, con el Real Madrid a la cabeza, jalonaron los primeros años de las competiciones europeas con varios éxitos. No solo en la Copa de Europa, también en la Recopa y la Copa de Ferias a través de los triunfos de Atlético de Madrid, Barça o Valencia.

Pero ese poderío había mermado durante la última parte de los 60 y comienzos de los 70. El origen de la decadencia del fútbol de clubes cabe situarlo en la decisión tomada después del fiasco de la selección española en el Mundial de Chile 62. Tras la mala participación en el mismo y ante las criticas por la presencia de varios nacionalizados, de además avanzada edad (Puskas, Santamaría o Di Stefano), en el equipo español para tan pobres resultados, la Delegación Nacional de Deportes decidió que se prohibía la contratación de foráneos en los equipos españoles. Con ello se pretendía reforzar el papel de la selección dando más oportunidades a los jugadores nacionales. Medida de escaso éxito por cierto. La selección tuvo un logro inmediato a corto plazo con su triunfo en la Eurocopa del 64, la de gol de Marcelino en la final contra la URSS; pero pronto volvió por sus derroteros habituales; es decir, con la mediocridad de resultados como tónica habitual. Cuando el franquismo agonizaba el panorama no podía ser más desolador: fuera de la clasificación para los Mundiales de 1970 y 1974. Y encima los clubes dejaron de ser competitivos (con algunas excepciones) en Europa.

Los grandes eran los de siempre a comienzos de los 70, pero había algunos rasgos muy acusados. Un histórico de renombre, el Athletic de Bilbao, fiel a su tradición de jugar solo con gente de la casa, había bajado el nivel competitivo, salvo en la entonces llamada Copa del Generalísimo, trofeo de ancestral identificación con el club bilbaíno. Emergía con fuerza su homónimo madrileño; un Atlético de Madrid que juntó en ese periodo una de las generaciones más míticas de su historia: la de Garate, Luis Aragonés, Ufarte, Adelardo o Irureta. Ganaron las Ligas del 70 y el 73, y estuvieron cerca de nada menos que la Copa de Europa en el 74. Un zapatazo improbable de un héroe inesperado lo impidió en el último suspiro. En compensación, unos meses antes de la desaparición de Franco el equipo, elegido para representar a Europa en la antigua Copa Intercontinental tras la renuncia del Bayern Munich, tocaba el cielo tras imponerse al potente Independiente de Avellaneda argentino en unas de las noches más mágicas del ya extinto campo del Manzanares.

La selección española de los años 70 se caracterizaba por sus mediocres resultados y el permanente no cumplimiento de las expectativas creadas en torno a la misma. No estuvo en las citas mundialistas de 1970 y 1974

El Real Madrid seguía en la brecha, pero sin la hegemonía de otras épocas. Tenía un equipo que juntaba los rescoldos de su periodo ye-ye (Velázquez, Grosso, Pirri) con los nuevos valores emergentes (Santillana, Benito, García Remón). En 1974 tomó una dolorosa decisión: cesar a Miguel Muñoz tras catorce años de éxitos al frente de la nave merengue. A corto plazo la jugada no se salió mal al ya octogenario Santiago Bernabéu; unos meses después aterrizó en Madrid un técnico yugoslavo que sorprendió por su metodología rigurosa y adelantada que incluía a preparadores físicos y entrenamiento diferenciado para los porteros; su nombre era Milian Miljanic y bajo su batuta el Madrid conquistó el doblete de la 74-75. No fue el único foráneo al frente de los grandes; el holandés Rinus Michels llegó al Barcelona en 1972 y el austriaco Max Merkel dirigió con fortuna al Atlético Madrileño

El Barça vivía años de plomo, solo enjuagados con alguna ocasional Copa del Generalísimo. Lastrado por la penurias económicas de no pocos años, la recalificación de los terrenos de su antiguo estadio, Las Corts, le dio el músculo económico para poder afrontar refuerzos que le permitieran competir. Pero los triunfos no llegaban y solo se veía una salida para que sus males acabaran: que se abriesen las fronteras a jugadores extranjeros. Solo de esa forma tendría el plus de calidad necesario para lograr los resultados que se pretendían y ese era el empeño de su presidente de entonces, Agustin Montal.

Tal decisión no llegaría hasta el verano de 1973 y revolucionó la Liga Española. Unos años antes se había producido el asunto de los oriundos. O explicado de mejor forma, la posibilidad de que jugaran en España sudamericanos hijos o nietos de españoles. Fue la rampa de salida a uno de los mayores fraudes del la historia de la Liga; las partidas de nacimiento eran falsificadas sin decoro alguno y de repente aparecían descendientes de españoles de todos los colores, algunos con abuelos nacidos en Celta de Vigo. De todos los equipos españoles el que mejor supo moverse en ese mercado fue quizá el Atlético de Madrid de Vicente Calderón, cuyo secretario técnico, Víctor Martínez, consiguió pescar con habilidad en tierras sudamericanas para incorporar a jugadores tales como Ovejero, Benegas, Becerra o Panadero Díaz.

Aun con restricciones (durante unos años no pudieron jugar la Copa) los foráneos revolucionaron el fútbol español. El Madrid fichó a un súper clase germano Gunter Nezter y un año después a su compatriota Paul Breitner. El Atlético siguió con su apuesta argentina con la llegada de Heredia y Ayala. Pero el pelotazo lo dio el Barça que por casi cien millones de la época (una fortuna desde todos los puntos de vista), se hacía con el hombre que cambiaría su historia; Johan Cruyff. La llegada del astro holandés tuvo un efecto inmediato, tras catorce años de sin sabores y con un equipo de muchos quilates que junto al astro de los Países Bajos, juntaba a grandes peloteros del periodo como Marcial, Rexach, Asensi, De la Cruz o el delantero paraguayo Hugo Sotil, el Barça se hacía con la Liga 73-74 y todo apuntaba a iniciar un ciclo dominante en España que estuvo muy lejos de concretarse: en los siguientes cuatro años de Cruyff solo consiguió unir al palmarés una Copa ya llamada del Rey. Tuvo que ser más de una década después, ya desde el banquillo, cuando el espigado holandés pudo cambiar la historia del tan inestable club culé.

La llegada de jugadores extranjeros (dos por equipo) en 1973, cambió para siempre la Liga española. Aun con sus restricciones la llegada de astros como Cruyff, Nezter o Ayala dio una dimensión nueva a los equipos

La Europa futbolística de los 70 había conocido a dos dinastías hegemónicas: el innovador Ajax del 71 al 73 comandado por Cruyff y Neeskens y el implacable Bayer Munich de Beckembauer, Muller o Hoennes del 74 al 76. Las seis Copa de Europa del periodo tuvieron como dueños a esas escuadras legendarias. Pero otros clubes ya asomaban la pata para el futuro. En 1973 el Liverpool de Bill Shankly se hacía con la Copa de la U.E.F.A, su primer entorchado internacional, y ponía las bases para su dominio del continente europeo de finales de década. El Mundial de 1974, por su parte vivió una final apasionante con dos modelos de fútbol moderno que venían a sustituir el dominio brasileño en la Copa del Mundo (victoria en tres de los últimos cuatro mundiales) por una corriente innovadora en la que los jugadores podían ocupar cualquier zona del campo o los líberos eran maestros en la salida jugada del balón. La Eurocopa del 76 dejó para el recuerdo en insólito lanzamiento de un penalti en la tanda que decidía el título, que inmortalizó para siempre a su lanzador: Panenka.

España, por lo tanto, estaba a punto de transformarse para siempre, pero el balón en los estadios seguía procurando alegrías, sinsabores, emociones y sobre todo entretenimiento a unos aficionados que no sabían lo que el futuro podía depararles.

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