Dejó escrito Rilke hace más de cien años que la única patria del hombre es su infancia, entendida ésta como el conjunto de experiencias, recuerdos y emociones de la niñez que, a su vez, modelan y cimentan la personalidad del individuo. Un servidor de ustedes vivió su infancia en los años de la industrialización, la tecnocracia y los 25 años de paz, tiempos que vieron culminar la transición del boxeo al fútbol como deporte nacional, con un Real Madrid triunfante en Europa, un Aleti perdedor y un Barcelona protestón, como, por otra parte, viene siendo hoy día, ya bien entrados en el siglo XXI. Con dos canales de televisión en blanco y negro y sin atisbo alguno de tecnología que echarse a los dedos, la calle no era más que una expansión del hogar. Los txabalotes (sic) que crecíamos en esa España nuestra nos afanábamos en emular las glorias deportivas de Di Stefano, Amancio y Pirri en partidos (o así) jugados en parques de barrio que hoy se antojan impensables. Los partidos… y los parques.

Me venían a las mientes estas reflexiones después de leer las llamadas “Reglas del fútbol que yo recuerdo”, un compendio de usos y costumbres de los tales partidos que cayó en mis manos mientras moneaba, ocioso, una tarde de domingo en el retiro galaico de final del estío. No resisto la tentación de reproducirlas íntegramente, con el anuente y amable permiso del anónimo autor:

  1. El gordo siempre es el portero.
  2. El partido acaba cuando todos están cansados.
  3. Aunque el partido vaya 20-0, “el que meta gol, gana”.
  4. No hay álbitro (sic).
  5. Sólo se pita falta si la acción es muy muy clara o si alguien sale llorando o camino de la enfermería.
  6. No existe el fuera de juego.
  7. Si el dueño de balón se enfada, se acaba el partido.
  8. Los dos mejores no pueden estar en el mismo equipo y son los que eligen.
  9. Elige el que gana a pares y nones. Un sistema de elección alternativo era “echarlo a pies”: oro-plata, oro-plata, monta y cabe.
  10. Lo peor que te puede pasar es ser elegido el último.
  11. En las faltas directas, la barrera siempre estará cerca del balón.
  12. Se detiene el partido cuando pasa una persona mayor o una madre con un bebé.
  13. Son enemigos para siempre los jugadores del barrio más cercano.
  14. Los que no tienen ni idea de jugar se quedan de suplentes o de defensas.
  15. Si llegan los mayores para jugar, hay que abandonar el campo.
  16. Si se apuesta algo, hay que ponerse muy serio. Es como jugar una final.
  17. Las porterías son dos piedras, dos chaquetas de chándal o dos jerseys.
  18. Cuando el balón pasa por encima del portero, todos gritan “¡alta!” Suele dar resultado para que el gol no valga.
  19. La ley de la botella, el que la tira va a por ella, con su contraria: la ley del vaso, el que la tira no hace caso.
  20. Si hay penalty, quitan al gordo y se pone el bueno.

Estas reglas no escritas eran universalmente respetadas y pasaban de generación en generación, tanto en el barrio como en el colegio o en los lugares de veraneo, con las adaptaciones propias del entorno. Así, era necesario eliminar las cacas de perro del campo de juego antes de la contienda o diseñar un plan de escape ante posible(s) vecino(s) con malas pulgas que aparece(n) de la nada para llevarse el balón, sobre todo a la hora de la siesta de los domingos. La evolución de la sociedad también afectó al fútbol de barrio, que hoy se juega en espacios habilitados al efecto en las grandes ciudades, incluso con césped artificial, sin deposiciones caninas o vecinos cascarrabias y con horarios establecidos para evitar abusos. Andando el tiempo, no me cabe duda de que la experiencia será igualmente inolvidable para las generaciones que estos días se dejan las rodillas y los codos en los barrios de nuestra España y la recordarán como hoy la recordamos nosotros.

 

Llegados a cierta edad, uno mira hacia atrás sin ira y evoca los años de infancia con una sonrisa nostálgica, sin importar si lo recordado es agradable (o no) y sin intención de juzgar la bondad (o no) de lo hecho o dejado de hacer o siquiera de ajustar cuentas con el pasado. El fútbol de barrio, con sus pelotazos, empujones y zancadillas, menosprecios o incluso discriminaciones que escandalizarían a los activistas a la violeta que hoy pueblan tertulias, redes sociales y chiringuitos subvencionados varios, forjaron el carácter de una generación irrepetible. Parafraseando a un portero del Real Madrid que vio truncada su carrera por una inoportuna lesión y devino cantante, ya queda poco por contar, apenas recuerdos y momentos que no vuelven nunca más, pero que, como la patria de Rilke, nos pertenecen y a ellos pertenecemos.

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